Hoy he ido al trabajo en el autobús, me he liberado de las tensiones del tráfico y algo de las mías también. La verdad es que ayer tuve un día no muy bueno, con un problema por una cosa absurda que, no se sabe por qué, se saca de sus términos, que no sabes ni por qué sucede, pero que te lo encuentras ahí. Bueno, son cosas que mejor es olvidar. El caso es que salí de casa muy temprano, como de costumbre, pero alicaído, triste y tenso. Vista mi situación emocional lo mejor era no coger el coche porque no iba en mis mejores condiciones de atención y reflejos para ello. En el viaje, con trasbordo incluido -debo coger dos autobuses-, he tardado sólo diez minutos más de la hora a la que suelo llegar y me he permitido ver a otras personas que las usuales del día a día, tanto a la ida como a la vuelta. Comento que me ha sorprendido ver como el carril bici por la ronda histórica iba a esa hora con bastantes ciclistas, porque por otros casi no se ve circular a nadie.
Pues bien, voy a pasar a contar lo que me ha movido hoy a escribir.
A la vuelta, a mitad del recorrido del autobús circular en el que iba, ví que subía al autobús una mujer joven ciega con un estupendo perro lazarillo de color negro. Yo iba sentado en un asiento de preferencia para personas con discapacidades y me levanté antes de que ella subiera, apartándome de la zona. Al rato ojeo y veo que no se había sentado sino que iba de pié y el perro echado en el suelo en una zona donde no molestaba ni podía ser un estorbo, estando echado atento y muy tranquilo. ¡Qué bien adiestrado y de qué buena raza son esos animales!
Le había visto los ojos a la muchacha ciega, eran muy singulares, muy juntos, pequeños y daba la sensación de tener una expresión de pena, que hoy congeniaba con la mía. Sin prestarle más atención me fui hacia la puerta y me bajé en la siguiente parada. Caminé y llegué hasta la otra parada en la que debía tomar el segundo autobús. Al poco de llegar me fijé que el panel electrónico indicaba que faltaban cuatro minutos para que llegara el que yo esperaba y, que en ese intervalo de tiempo, iban a pasar otras tres líneas por allí. Al instante observé a la gente de la parada y aprecié entre ellas a la muchacha ciega con su perro. No me dí cuenta de que se bajó en la misma parada que yo. Debiendo de andar muy deprisa para llegar allí casi a mi mismo tiempo. Atención que debió sortear un carril bici, varios contenedores de papeles y vidrios, postes varios, papeleras, etc, cruzar dos importantes avenidas con mucho tráfico, un cajón de obra del metro -espero que algún día pueda decir que ya tenemos metro- y llegar a la parada, todo ello sin ver y con la sola ayuda de su perro guía. Sorprendente pero cierto. Mientras esperabamos, cuando oía que llegaba un autobús la muchacha sin moverse preguntaba, en voz no muy alta, si era el número de línea que ella esperaba -casualmente preguntaba por el mismo que yo debía coger-, pasaron tres autobuses ninguno era y al llegar el cuarto le indiqué, antes de que preguntara, que ese era el que esperaba, se le notó algo de alegría de verse atendida así, se acercó hacia donde estaba, allí estaba también la puerta de entrada al autobús, se lo indiqué y subió agilmente con la única ayuda de su perro. Volvió a quedarse de pié y el perro echado en el suelo donde no era un obstáculo para nadie. El autobús se saltó alguna parada y, sin embargo, supo cuando le tocaba bajarse, justo en la parada anterior a la mía. Como digo se movió con el autobús todavía en marcha, buscó asirse a una de las barras y cuando se abrieron las puertas bajó, subió a la acera, esquivo -gracias al perro- una papelera y una farola y siguió hacia su casa. Me quedé sorprendido al ver la capacidad de la muchacha ciega para valerse con esa falta tan grande que tenía, y admirado de ver esa fortaleza interior para sobrellevar su dura situación y ser capaz de moverse entre las calles, cruzarlas, encontrar la parada del autobús, subirse y bajarse de él, y llegar a su destino.
Hoy he comprendido lo inconmesurable que es la fortaleza humana, que puede con casi todo. Y he recordado que nunca apreciamos bastante lo que tenemos hasta que sabemos que nos falta.
Desde aquí mis mejores deseos a esa desconocida chica ciega, que sin ella siquiera saberlo me ha permitido ver y demostrado lo grande que es la ilusión por la vida.
Hasta luego
Pues bien, voy a pasar a contar lo que me ha movido hoy a escribir.
A la vuelta, a mitad del recorrido del autobús circular en el que iba, ví que subía al autobús una mujer joven ciega con un estupendo perro lazarillo de color negro. Yo iba sentado en un asiento de preferencia para personas con discapacidades y me levanté antes de que ella subiera, apartándome de la zona. Al rato ojeo y veo que no se había sentado sino que iba de pié y el perro echado en el suelo en una zona donde no molestaba ni podía ser un estorbo, estando echado atento y muy tranquilo. ¡Qué bien adiestrado y de qué buena raza son esos animales!
Le había visto los ojos a la muchacha ciega, eran muy singulares, muy juntos, pequeños y daba la sensación de tener una expresión de pena, que hoy congeniaba con la mía. Sin prestarle más atención me fui hacia la puerta y me bajé en la siguiente parada. Caminé y llegué hasta la otra parada en la que debía tomar el segundo autobús. Al poco de llegar me fijé que el panel electrónico indicaba que faltaban cuatro minutos para que llegara el que yo esperaba y, que en ese intervalo de tiempo, iban a pasar otras tres líneas por allí. Al instante observé a la gente de la parada y aprecié entre ellas a la muchacha ciega con su perro. No me dí cuenta de que se bajó en la misma parada que yo. Debiendo de andar muy deprisa para llegar allí casi a mi mismo tiempo. Atención que debió sortear un carril bici, varios contenedores de papeles y vidrios, postes varios, papeleras, etc, cruzar dos importantes avenidas con mucho tráfico, un cajón de obra del metro -espero que algún día pueda decir que ya tenemos metro- y llegar a la parada, todo ello sin ver y con la sola ayuda de su perro guía. Sorprendente pero cierto. Mientras esperabamos, cuando oía que llegaba un autobús la muchacha sin moverse preguntaba, en voz no muy alta, si era el número de línea que ella esperaba -casualmente preguntaba por el mismo que yo debía coger-, pasaron tres autobuses ninguno era y al llegar el cuarto le indiqué, antes de que preguntara, que ese era el que esperaba, se le notó algo de alegría de verse atendida así, se acercó hacia donde estaba, allí estaba también la puerta de entrada al autobús, se lo indiqué y subió agilmente con la única ayuda de su perro. Volvió a quedarse de pié y el perro echado en el suelo donde no era un obstáculo para nadie. El autobús se saltó alguna parada y, sin embargo, supo cuando le tocaba bajarse, justo en la parada anterior a la mía. Como digo se movió con el autobús todavía en marcha, buscó asirse a una de las barras y cuando se abrieron las puertas bajó, subió a la acera, esquivo -gracias al perro- una papelera y una farola y siguió hacia su casa. Me quedé sorprendido al ver la capacidad de la muchacha ciega para valerse con esa falta tan grande que tenía, y admirado de ver esa fortaleza interior para sobrellevar su dura situación y ser capaz de moverse entre las calles, cruzarlas, encontrar la parada del autobús, subirse y bajarse de él, y llegar a su destino.
Hoy he comprendido lo inconmesurable que es la fortaleza humana, que puede con casi todo. Y he recordado que nunca apreciamos bastante lo que tenemos hasta que sabemos que nos falta.
Desde aquí mis mejores deseos a esa desconocida chica ciega, que sin ella siquiera saberlo me ha permitido ver y demostrado lo grande que es la ilusión por la vida.
Hasta luego
2 comentarios:
Que bonito! Yo tengo amigas ciegas y ver que llegan lejos y tienen ganas de superarse cada dia me parece admirable!
1 besillo
es una pasada, yo a veces me pregunto si sería tan fuerte y lo superaría...
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